Gustavo Bravo (Madrid, 1984) es licenciado en Periodismo y Máster en Fotografía de Autor, con casi dos décadas de experiencia como docente especializado en el arte fotográfico.
“Esto también lo podría haber hecho yo”. Así se desmonta con una sola frase una exposición de fotografía y jamás olvidaré el momento que lo escuché.
Yo tenía 22 años y estaba disfrutando de la puesta en pared del entonces ya Premio Nacional de Fotografía Chema Madoz, en el antiguo edificio de Telefónica de la Gran Vía madrileña.
Recuerdo al comisario hablar de metáforas y metonimias, incluso de greguerías; recursos normalmente atribuidos a géneros literarios pero que en el cuerpo de trabajo de Madoz se hacía realidad en imágenes.
Eran metáforas pero eran visuales. Cómo era esto posible.
Paseaba entre las obras que componían su segunda gran exposición antológica en Madrid y sus imágenes cambiaron para siempre mi manera de entender la fotografía. Aunque entonces ni siquiera era consciente de esto.
Yo estudiaba tercero de Periodismo. Para entonces ya había cursado la asignatura anual de Fotografía en laboratorio y confieso que estaba totalmente enganchado.
Acudía frecuentemente en mis ratos libres para seguir aprendiendo un oficio que se avecinaba muy complejo. Había muchas posibilidades de meter la pata en cualquiera de los procesos y para ser fotógrafo -decían-, había que conseguir imágenes mejores a las del resto de compañeros y compañeras. Para lo cual había que primero, agenciarse un buen equipo -el mejor posible- y después dominarlo como el que más.
Aprender fotografía aplicada al periodismo me hizo desconectar por completo de la obra de Madoz y emprender un viaje de 10 años envuelto en conceptos relacionados con la competitividad, la ambición, la destreza técnica, el esfuerzo, el mantra de que “una imagen vale más que mil palabras”, y aquello de que una fotografía es un registro dotado de veracidad que demuestra o prueba una realidad.
Un viaje de 10 años en sentido erróneo -ahora lo sé- que me ha llevado casi otra década retornar hasta el punto de partida. Al momento en el que me fascinaban las imágenes y tomarlas sin más pretensión que el placer de ver el mundo en fotografías.
Sobre todo, sin la necesidad de competir o de sentir que mis fotografías tenían que despertar el asombro, la envidia o la fascinación de todas y todos los que se asomaran a ellas.
Cuando resuenan en mi cabeza aquellas palabras que escuché en la exposición de Chema Madoz -“esto también lo podría haber hecho yo”- tengo claro que la mayor parte del sistema cultural constituido en torno a la creación de imágenes y discursos fotográficos está confundido o cuanto menos, limitado. Le faltan datos. Le falta verdad. Le falta alma. Y sobre todo: le falta indagar en el origen.
Pensar que la fotografía es sólo un medio técnico, un oficio, una artesanía, un deporte, un trámite o una mera afición es despojarla de su principal sustancia: su cualidad de evocación, su capacidad de ensoñación y sobre todo: la manera en que todos proyectamos nuestro imaginario y nuestro propio ser en las imágenes, en las nuestras sobre todo pero también en las creadas por otras personas.
Desde las universidades y escuelas profesionales se ha limitado la fotografía a su uso aplicado, su uso comercial y profesional, y esto es degradarla.
Limitar las imágenes es como limitar las palabras o los sonidos.
Usamos sonidos para despertarnos, abrir puertas, escribir sinfonías, marchar, cantar, terminar el recreo, coger el teléfono, silbar al perro, aplaudir un discurso, chistar al niño, quejarnos del frío, para reírnos de verdad…
Usamos palabras para enviar emails, redactar informes, escribir poemas, ensayos, novelas, listas de la compra, facturas, canciones, recetas, contratos, declaraciones, exámenes…
Ahora, además, usamos imágenes para despertar una sonrisa, para decir dónde estamos, para señalar algo que ha pasado, para decir lo que hemos comido, para recordar una ocasión, para evocar un paisaje, para explicar un accidente, para celebrar un acontecimiento, para decir sin palabras cómo vamos vestidos, para generar intriga o confusión…
Pero, en el caso del lenguaje escrito ¿Qué diferencia unas palabras de otras? ¿Es mejor una novela por ser más extensa? ¿Es mejor un poema porque nos ha llevado años componerlo? ¿Es mala una canción escrita en una noche? ¿Es mejor escrita a mano o a máquina? ¿Es mejor en cursiva o en negrita? ¿Con qué bolígrafo es mejor escribir una carta de amor para que sea más sincera? ¿En que papel? ¿El más exclusivo?
Entonces, en el caso del lenguaje visual ¿es mejor una fotografía por estar tomada con la mejor cámara? ¿Mejor más nítida? ¿En blanco y negro o mejor en color? ¿O tomada por alguien al que le llevó 15 años conseguirla? Justo en el momento en el que el martín pescador toca la primera película de agua con la punta de su pico. Y, si en lugar de 15 años, ¿se hizo en una tarde? Llegar y besar el santo, que dicen. ¿Es mejor con una cámara nueva? ¿Cuánto de nueva tiene que ser?
¿Importa realmente algo que no sea lo que estrictamente contiene en la imagen y lo que esta imagen puede llegar a evocar en la persona que se está asomando?
Saber escribir no te hace escritor. Saber fotografiar no te hace fotógrafo. Y menos mal.
Todas y todos estamos de acuerdo en que tenemos que aprender a leer y escribir. Es un derecho fundamental. Aprendemos caligrafía, para que nos entiendan. Y estudiamos Literatura, para crecer por dentro.
Aprendemos que, parar escribir bien, hay que leer mucho. Y aprendemos ortografía porque las cosas hay que hacerlas bien.
Aprendemos a distinguir una novela fácil de una novela compleja. Somos capaces de apreciar un escrito profundo y solemne, aunque sea aburrido y poco atrayente. Sabemos qué autores es bueno leer y qué libros no podemos perdernos… Y aprendemos lo que es un cantar, un soneto y sus porqués.
Hasta ahí todo bien. Con margen de mejora, pero bien.
Con todo, desde hace un siglo estamos en la era de las imágenes, en la era que pasó de las revistas a las pantallas brillantes, en la era de las grandes lonas publicitarias, la inteligencia artificial y las selfies con filtros… y nadie nos enseñan a leer y escribir imágenes en los colegios ni universidades.
Nadie nos explica que toda imagen es una construcción y que la publicidad está plagada de imágenes que son construcciones malintencionadas. Que la hamburguesa no será como en la foto. Que la playa no será como en la foto. Que el guaperas del Tinder no será como en la foto. Y que no debes creer lo que te ha llegado por Whapts´app sólo porque tenga una fotografía que lo ilustra.
Los profesores y profesoras no conocen escritores de imágenes (es decir fotógrafos y fotógrafas artísticos) y no sabemos cuáles son los trabajos fotográficos fundamentales que debemos conocer para ser un poco más libres. No sabemos ser críticos con las imágenes. Y aquí estamos.
La obra de Chema Madoz, por poner un ejemplo pionero, atemporal, admirable y cercano, apreciable por cualquiera que pueda verlo, no se valora eminentemente ni por su esfuerzo, ni por su derroche técnico. Sino por su ingenio, imaginación y poder de evocación.
Esto significa que, al igual que un poeta recopila las mejores palabras y las ordena para decir algo profundo, un fotógrafo recopila las imágenes más idóneas y las ordena -no para sentenciar que lo suyo es tan elevado y complejo que resulta inaccesible para la mayoría sino, como el escritor-, para decir algo profundo.
Si sólo vemos las fotografías desde un enfoque técnico, como se enseña en la mayorías de las escuelas y universidades, casi como un deporte de competición, nos perdemos el mensaje de miles de personas que utilizan las fotografías para comunicarse. Nos perdemos sus mensajes, y nos perdemos una parte muy importante del mundo visual contemporáneo. Una pérdida de un calibre tan grande como la de cualquier persona que no ha tenido la oportunidad de aprender a leer y escribir palabras.
Lo dijo Lázlò Moholy-Nagy, los analfabetos del futuro no serán los que no sepan leer y escribir, sino sino los que no sepan leer y escribir imágenes. Y esto lo dijo hace casi un siglo.
Resumiendo, no importa que ese señor, el que se me acercó en la exposición, pensase que él podría hacer las fotografías de Madoz fácilmente -algo también más que discutible-, como tampoco parece que de ser eso verdad, les despojara de todo su valor y mérito.
Cualquier persona que sepa escribir podría haber escrito cualquiera de los poemas que se han escrito. Sin embargo, no he escuchado a nadie que haya leído a Rosalía de Castro pensar en alto: “esto lo podría haber escrito yo”.
Obviedades aparte, lo realmente grave es que este caballero se perdió el mensaje, ni siquiera lo vio de lejos. No supo ver la magia y la poesía, porque se centró en las palabras, en la destreza técnica de Madoz y en su ‘caligrafía’ y ‘ortografía’ visual, en lugar de atender a lo que las imágenes intentaban decir.
Madoz se expresa a través del arte fotográfico. Para poder entenderlo es imprescindible saber leer, entender y ’hablar fotografías’.
Si acudimos a una exposición -o abrimos un fotolibro- y no entendemos nada, es posible que sea porque quien expone o publica no tenga las herramientas suficientes para expresarse o, lo que suele ser más frecuente, que quien no entiende carezca de las herramientas suficientes para llegar a conectar con el trabajo. Independientemente de que luego este trabajo nos guste o no. Y esto es algo que no importa tanto, porque el gusto cambia con el tiempo y la madurez. Lo que me gustaba hace veinte años no es lo mismo que me gusta ahora.
Yo mismo, ya no me embrujo como hacía antaño con las imágenes de Madoz. Pero soy consciente de su capacidad de cautivar y ‘crear’ apasionados del arte fotográfico. Por eso siempre lo cito en mis clases y ensayos.
Volviendo a nuestro problema de incomunicación de antes, otra posibilidad es que emisor y receptor hablen dialectos diferentes. Dentro de la fotografía hay muchas formas de expresión: algunas más explícitas, otras más figurativas, otras más abstractas… Al igual que ocurre con la música y las palabras.
Me gusta pensar que si algo no se entiende, es porque igual todavía no era el momento. Yo mismo tuve durante años en mi estantería fotolibros que no llegué a comprender hasta hace relativamente poco. El problema estaba en mí, que no podía entenderlos. El problema nunca estuvo en las imágenes.
Cuando descubres que la fotografía no es sólo una cuestión técnica y superas la iniciación, conviertes la cámara en una extensión de tu propio cuerpo.
Un artefacto que utilizas para extraer fragmentos de tu realidad y experiencia, de tu verdad, y que recopilas en forma de imágenes bidimensionales.
Algunos, además, las ordenamos en fotografías únicas (una sola imagen), en series, ensayos, libros o exposiciones para evocar una idea o una emoción que queremos transmitir.
Subjetividad del autor, condiciones del canal, momento histórico y estilo artístico determinan esto. Lo veremos con detenimiento.
En este manual pondremos sobre la mesa todas las herramientas, recursos, mecanismos e implementos para que cualquiera que quiera, pueda, no sólo expresarse mejor con sus propias imágenes, sino también comprender y disfrutar mejor la obra fotográfica de los demás.
Gustavo Bravo. Diciembre 2023